Méjico y Centroamérica

julio 2002

de Victoria

 

21 de julio, Ocosingo

Ocosingo. En vísperas de ir a la laguna Miramar, en la Selva Lacandona.

En el autobús que nos traía a Ocosingo dudamos en bajarnos o seguir hasta Palenque: la selva se veía totalmente cubierta, llovía. Decidimos probar suerte y parece que acertamos, la capa gris que cubría el cielo ha desaparecido y un tímido sol se alterna con nubes blancas que nos animan a continuar.

Ocosingo es un pueblo grande, sin ningún interés, que sólo puede contactar con el viajero como entrada para la laguna Miramar y unas ruinas mayas que hay cerca. Paseamos hasta el mercado para preguntar por los camiones que van a San Quintín, un destacamento militar donde 3000 soldados parecen haber cambiado la vida de la población indígena por vía del alcohol y la prostitución. Muchas mujeres del poblado y de otros lugares cercanos han cambiado sus vidas y las de sus familias por los 50 pesos/polvo que les pagan los soldados federales. A veinte minutos andando de allí está el ejido (comunidad indígena con su propio gobierno rotativo y creo que asambleario) Emiliano Zapata, partidario del FZLN como casi todos los pueblos de esta zona de la selva. El cuartel general de los zapatistas se encuentra en La Realidad, pueblo a unos 20 kilómetros de San Quintín. Desde San Quintín iremos a Emiliano Zapata, situado junto a la laguna.

Decía que Ocosingo no tiene nada que ofrecer al viajero, pero nos sentimos a gusto en este giro que ha tomado el viaje y que nos lleva por lugares sin atractivos turísticos, donde la vida se desarrolla sin la influencia de tanto mochilero europeo y, sobre todo, gringo. Esta gente parece más adusta, más lejana y metida en su propia historia. Ayer hicimos nuestra primera escapada del itinerario mochilero. Cogimos un combi (una furgonetilla que hace las veces de autobús) a San Juan de Chamula; en su iglesia, los ritos de los chamanes mayas, sus velas, sus plantas, sus flores, se mezclaban con las imágenes de San Juan Bautista, la Magdalena y 6 o 7 santos más, todos sosteniendo un espejo y colocados en vitrinas a lo largo de las dos paredes laterales del templo. Impresionaba el ambiente e invitaba a andar cuidadosamente por el recinto procurando no interrumpir los ritos y las plegarias que se mezclaban sin ningún rubor. Fuera un corro de fieles se sentaba alrededor de alguien que les repartía botellas de cocacola que utilizan, por lo que he leído, para ayudar a ahuyentar a los malos espíritus. Y es que la cocacola llega a todas partes por mil caminos diferentes. No hay un solo lugar por donde hayamos viajado, en cualquier continente, donde no nos la hayamos encontrado incluso en lugares tan aislados como los pueblos de la frontera con el Tíbet, lugares cuya población acompaña su brutedad, su alto grado de barbarie con ese líquido dulzón y gaseante capaz de vencer hasta a la cerveza por poco que nos descuidemos.

Estaba en Chamula, pueblo dirigido por el PRI, donde los zapatistas no tienen demasiados adeptos. Fuera de la iglesia, el mercado, de nuevo los rostros de los indios, que te miran desde la pobreza, la incultura (incultura: no poder acercarte a otras ideas, otras formas de vida, otras costumbres, no poder elegir, también pasa en Griñón), niños cuyo tiempo de juego, de aprendizaje, se va en la persecución a los viajeros, a los pocos turistas que se acercan a estos lugares, para venderles, para pedirles un pesito o, cuando se espabilan: "una foto diez pesos", y también colores, rojos y azules sobre todo, en los vestidos y rebozos de las mujeres; dicen que un rebozo sirve para resguardarse del frío, de la lluvia, para llevar el bebecito, al guacamole que se ha comprado en el mercado y, cuando una muere, como mortaja -yo ayer vi una pareja que le daba un nuevo uso, caminaban abrazados ambos por el rebozo de ella-; los hombres visten unos chalecos blancos de piel de carnero y llevan sombrero, como la mayoría de los mejicanos de cualquier zona. Siempre son los trajes de las mujeres los vistosos, siempre es la hembra la encargada de atraer al macho, las mujeres occidentales hemos rebajado el número de colores, pero, posiblemente, sólo hayamos cambiado de manera superficial, en una aparente sutileza, esa llamada al macho. No son guapas las mujeres mejicanas, lo son más los hombres. Por cierto que tengo que intentar fotografiar a alguno antes de que se me acabe este país, llevar una prueba de lo dicho.

Me he vuelto a ir. Estaba en San Juan de Chamula. De allí, tras media hora de espera, conseguimos que una camioneta nos llevara en la caja hasta Mitontic, queríamos ir a San Andrés, lugar donde se firmaron en 1996 los acuerdos entre zapatistas y gobierno, pero no fue posible. Algo más al norte está Acteal, aldea zapatista, lugar de la matanza de indígenas, mujeres y niños en su mayoría, por los paramilitares en 1997. No había viajado en la caja de un camión desde Pakistán, me gustaba sentir la fuerza del aire y el traqueteo que me obligaba a asirme con las dos manos al vehículo. Paseo tranquilo por la aldea, algunas fotos y a San Cristóbal, de nuevo, en un combi que paramos por el camino de vuelta.

 

29 de julio, Guatemala

Fin de Los años con Laura Díaz, de Carlos Fuentes, historia de México a través de la vida del personaje Laura, y fin a México con la entrada, al pasar la frontera en el río Usumacinta, a un mundo diferente. Papeles, latas, restos de comida nadando en el polvo y en los charcos de las calles de Santa Elena. Paseamos hasta Flores, una isla en el lago de Petén Itzá, unida a Santa Elena por una calle-istmo. A Flores el turismo la ha recubierto con una pátina de modernidad que se resquebraja poco después de sentarnos a cenar en la terraza de un restaurante. La ciudad se quedó a oscuras.

—Sí —me dice sonriente un guatemalteco mientras espero una linterna para poder ir al servicio— aquí pasa todos los días, en cualquier momento, también me quedé sin agua, a ver cómo friego todo esto.

Cojo la linterna, me indican el fondo de un patio.

—Cualquiera de los dos.

Una cortina medio descolgada y raída hace las veces de puerta. La taza contiene los restos del anterior visitante, la cisterna no funciona.

Pienso que se podría hace un libro de viajes en el que los baños ocuparan un lugar fundamental en la descripción de las características culturales y sociales de un país (excepto los occidentales y los de los hoteles turísticos, todos igualitos, no se nos vayan a romper los esquemas). En fin, que la oscuridad y los baños de Flores nos devolvieron a las calles sucias de Santa Elena a través de la calle-istmo que recorrimos armados de nuestros paraguas, protectores de la lluvia y de los deslumbramientos de los faros de los coches que sí nos permitían ver que tipo de charco pisábamos, y de la navaja de marras, la que nos acompaña en cada viaje, por si las moscas.

El autobús a Guate, como se llama aquí cariñosamente a la capital, salía a las 10.30 de la mañana. Como paletos recién llegados de México, a las 10 estábamos en la pequeña estación de autobuses, sentados debajo de un ventilador, dispuestos a tomar al asalto los asientos delanteros que es donde nos gusta ir para poder contemplar bien el paisaje natural y humano por el que pasamos. A las 10,15 aparcó delante de la estación un autocar bastante aparente, con servicio incluido y con destino a Guate. Nos preparamos.

—No, no, éste es el de las 10, el de las 10,30 aparcará cuando éste se haya ido, estamos es Guatemala, aquí las cosas van despacio —nos avisa una sonriente señora.

Un cuarto de hora después el flamante autobús es sustituido por otro con aspecto de 70 quetzales menos por billete que no arrancará hasta media hora más tarde. Por fin estos dos paletos llegados de México se dan cuenta de que han cruzado la frontera del río Usumacinta.

 

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El Papa ha llegado esta tarde a Guatemala. Viaja en un avión llamado Mensajero de la esperanza. Las imágenes de los televisores de las tiendas de electrodomésticos se mezclan en mi retina con las de la calle. Un anciano decrépito es prácticamente arrastrado por un sacerdote y un obispo, le sientan y le ponen el bonete que ha perdido por el camino, los niños de Petén suben descalzos al autocar vendiendo agua, quesadillas, platanitas..., el tráfico es ensordecedor, Ríos Montt, presidente del congreso, exdictador asesino espera al Papa bajo un palio, una jovencísima mujer con tres chiquillos baja del autobús, lleva una falda que quiere ser de domingo a pesar de las manchas de grasa y los tonos descoloridos, los soldados desfilan portando la bandera guatemalteca, un olor a humo me invade, me gusta, procede de una anciana que se apretuja a mi lado en un autobús repleto de gente, cinco policías chequean frente al hotel a dos muchachos sucios y descuidadamente vestidos, los restos defecados de la cena de alguien flotan en el water común del hotel al que nos llevan las prisas de la noche en que llegamos a Guatemala, el avión Mensajero de la esperanza aterriza en Guatemala: "Cristo os ama" a Ríos Montt, a los niños de Petén, a los muchachos delincuentes de Guate..., no deben perder la esperanza, deben seguir procreando todos esos hijos que Dios les mande y que se darán de puñetazos en la Plaza Mayor de Guate, irán descalzos, no podrán asistir a la escuela gratuita porque a esa hora estarán vendiendo fruta en las calles y autobuses. Tened esperanza, el Papa rezará por vosotros.

Es de noche, los puestos de fruta, de comida, siguen en la calle, se oyen las notas de una ranchera, el ruido del tráfico continúa ensordecedor, las calles están animadas, la gente pasea, cena en los chiringuitos, los televisores se apagaron... la vida continúa.

 

31 de julio, Antigua

Me tocaría escribir sobre Antigua, la capital de Guatemala hasta finales del siglo XVIII, una bonita ciudad muy fotogénica con fachadas de colores, una plaza mayor agradable, con sus bancas (como se dice por aquí), su fuente, vendedoras de pequeños objetos artesanales, pulseras, collares, y, pocas cuadras más arriba, la iglesia de la Merced, recomendada por Quique, fachada amarilla y relieves blancos, simpática, original..., pero, no mucho más, me temo que en esto de la arquitectura colonial no hay coincidencia con Quique.

Pero resulta que no tengo ganas de escribir sobre Antigua; hay temas bailando por mi cabeza desde hace días, que no quiero dejar en el tintero. Uno son los hombres de por aquí, otro las cartas de mis hijos.

Hace días, cuando volvíamos en el camión desde la laguna Miramar —tengo la impresión de que fue hace años—, observaba a los hombres y me gustaban. Lo que tiene de novedad esta afirmación es que lo que me agradaba y me atraía de esos hombres era precisamente algo que siempre he tenido a menos: la actitud viril, confundida a veces con la de macho, que muestran cuando participan —como hacedores o como mirones— en el cambio de una rueda pinchada, cuando se encaraman al techo del camión y viajan entre risas y bromas como si su mundo fuera otro que el nuestro —el de las mujeres—, o esa pose del cuerpo que —y esto es precisamente lo que más me gusta—contrasta con su mirada levemente insegura. Lo descubrí camino de Ocosingo, durante diez horas de traqueteo, charcos, lodo, que duró el recorrido de unos 150 kilómetros que separaban, más que unir, San Quintín de Ocosingo. Y lo he vuelto a sentir después paseando por Palenque y, un poco menos, tal vez porque los guatemaltecos parecen estar más maleados, en los autobuses y las calles de Guatemala. Somos diferentes y me gusta. La actitud y la mirada de los hombres contrastaba con la de las mujeres que iban en el camión. Quietas, reposadas, sin llamar la atención, en sus rostros se reflejaba el trabajo callado, el sufrimiento, pero también la seguridad del que se sabe fuerte. No se puede extrapolar, la forma de vida occidental ha creado un sutil velo sobre esas diferencias que, sin embargo —y cuánto me alegro!— siguen existiendo.

Viajar permite que tus gustos se amplíen, lo cual siempre es bien recibido. Una puede disfrutar de la visión de otro tipo de rostros, otros gestos, otras costumbres, descubrir la belleza de un semblante austero, de unos labios gruesos, sensuales, sobre un fondo de tez oscura, puede descubrir la dulzura de unos ojos ligeramente achinados, gustar de la mirada descarada del hombre. Descubrir y sentir la belleza de mayas, italianos de pura cepa, indios, kurdos, pakistaníes del norte, chinos del sur...

 

2 de agosto, La Palma

Un lujo. Una habitación limpia, ventana a un porche, lindas cortinas a cuadros azules, un baño sencillo, limpio, papel higiénico, cortina en la ducha, espejo en un marco de madera decorado con flores, una barra también de madera por la que se pasea una linda araña oscura y brillante y, fuera, dos asientos bonitos y cómodos frente a un bosquecillo tropical. Hemos dado una vuelta por el pequeño pueblo de La Palma, un centro de artesanos creado a partir del trabajo del pintor Fernando Llort, y ahora a disfrutar hasta pasado mañana de un relax bien merecido por unos viajeros que en los últimos días han pasado por sitios bastante sucios e inciertos. Llueve a cántaros mientras el cielo enfrente de nosotros está despejado, cosas de esta tierra.

Ayer, en San Salvador, sentí una apremiante necesidad de entrar a cenar en un Mc Donald. Era una vacuna para impedir que el ambiente me superara. Comenzaba a inquietarme una manera de andar, de no mirar, de impacientarme, que preludia el cansancio de viajar durante un tiempo seguido por un ambiente mísero. Aclaro el adjetivo: no hablo de pobreza, hablo de suciedad, de violencia contenida o sin contener, de un hombre con la mirada ida que empuja a los transeúntes exigiendo paso violentamente, de la basura amontonada en la calle, el sudor, el polvo, el humo negro y denso de los vehículos, un puñetazo que lleva al adversario al suelo e inicia una pelea bestial en pleno centro de la ciudad, de la tremenda dificultad para salir adelante de un pueblo machacado por el oligarca de turno durante siglos. Buscábamos, con una cierta premura —demasiada oscuridad en las calles, aunque eran sólo las 7— un sitio para cenar y en medio de los puestos de tacos y tortas de siempre, de la oscuridad, del calor, del humo, aparece luminosa, limpia, fresca, la representación del invasor Tío Sam, de uno de los mayores culpables de esa miseria, y hacia allí se dirigen estos aparentemente contradictorios viajeros que no pueden negar sus orígenes; una hamburguesa doble con ketchup —eso sí, con dos tortillas de maíz a modo de pan para separar los dos trozos de carne, la concesión consabida del Mc Donald al país invadido—, un Sprite, un lavado de manos con jabón y secador automático y nos vamos tan contentos. Nos tienen que abrir, son las 8 y ya han cerrado, a partir de esa hora no parece muy seguro andar por la calle. La habitación oscura, de paredes amarillas y verdes que dan el toque acogedor a lo imposible, nos espera. Nuevamente traspasamos la reja de la puerta del "Hotel El Refugio, atención esmerada". Me pongo directamente bajo el tubo que hace las veces de ducha, el agua me limpia y me refresca. Lista para seguir.

 

Victoria

 

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