Crónica de África
Racconto 2005
Marruecos
Aït
Benhaddou, kasbah entre Marrakesh y Ouarzazate.
Después
del tirón Madrid Algeciras Tánger Rabat y el par de días en el civilizado y
agradable Marrakesh, el autobús ligeramente incómodo, el taxi, el polvo, la
fotografía con Ahmal ¾un
típico dueño de restaurante que colecciona fotos de viajeros del mundo¾
anuncian el verdadero viaje. Las comodidades irán disminuyendo, los paisajes
naturales y las gentes parlanchinas aumentarán. Leo, escribo, escucho música,
paseo, es decir hago lo de siempre, me
falta interés por los lugares concretos, las mezquitas, los museos... Por otra
parte estoy a gusto parece que
hubiera que buscar siempre motivos para marear la perdiz.
Así
que poco puedo contar de mi viaje, rostros agradables, paisajes que hoy son
hermosos, colores que recuerdan otros viajes: la tierra verde de la costa
chilena, yendo hacia Arica, las cárcavas argelinas, las fortalezas iraníes, el
ocre de los desiertos. Todo es igual pero diferente. No hay acontecimientos, lo
nuevo es el encuentro placentero con lo vivido, otra manera de disfrutar del
viaje.
Mis
relatos van adelante y me siento bastante incapaz de escribir otras cosas. Hoy
lo hago en una habitación espaciosa, cómoda, situada en la terraza de un hotel
en el que sólo se oye el viento, rodeada de desierto, frente a la kasbah que
visitaremos dentro de un par de horas.
Aït Benhaddou
Noche
y paseo en la garganta de Todras. Hay hombres muy guapos por aquí. EL color de
la piel, los ojos negros inmensos, el pelo muy corto, casi rapada la cabeza, los
labios gruesos y la forma de mirar penetrante
y tímida: una composición mágica. La verdad es que hay hombres guapos
por todo el mundo.
Ibrahim,
el dueño del hotel Al Mansur, se ríe cuando Alberto le dice que él “casado
y libre” y yo “casada y libre”. “¡No puede ser! ¿Y cómo es eso?”
pregunta mostrando sus dientes blancos bajo el bigote, moreno todo él. Ibrahim
estuvo casado cinco años, se separó “porque no era libre, no podía subir,
no podía bajar, no podía salir, fumar, beber...”
El
paisaje humano es encantador, hoy me siento cerca de las personas con las que me
encuentro: Mohamed, que trabaja en Japón y tiene un hermano viviendo en Cuatro
Caminos, el hombre de la camisa rosa en el autobús de Ouarzazat a Tirnehirt,
las mujeres bereberes de la montaña. No me apetece hablar con ellos, sólo
verlos, mirarlos en ocasiones.
Calor,
calor, calor. Comemos en Tinerhit. Esperamos el auobús. La gente es, como
siempre, amabilìsima. Y durante el viaje, lluvia, lluvia y lluvia inesperada a
la que le doy las gracias.
Dormimos
en Ouarzazat, una ciudad sin pena ni gloria, puesto de tránsito entre las
gargantas del sur del Atlas y la costa. Mañana Agadir, punto de partida hacia
el sur, es decir, ya, Mauritania.
Llegamos
a Agadir, y en la habitación del hotel, después de una ducha, aunque el calor
sigue siendo inmenso (no tenemos aire acondicionado ni ventilador), me encuentro
más animada.
Veo
Marruecos como una antesala del viaje. No es un país bello como lo es España,
Chile, Perú... Tiene lugares bonitos e interesantes pero se pueden recorrer kilómetros
y kilómetros sin ver nada que te provoque emoción. Espero más belleza y,
sobre todo, más diferencia a partir de Mauritania
Garganta de Todra
Sahara
Comienza
la aventura ¿llegaremos sin más problemas a Mauritania? Alamin dice que sí,
que en veinte minutos salimos y que 300 dirhems, veremos, veremos...
Espera,
mientras, en un café de Dakhla, antigua Villa Cisneros, tras 21 horas de autobús.
Un hombre de túnica blanca sentado en la mesa de a lado dice mirándome: ¡Viva
el Frente Polisario! Los demás le piden que se calle. Estoy en Sahara, no en
Marruecos. Unos días después Seram, un saharaui que se dirigía a Zouerat en
el tren me dirá: “Tú no conoces el Sahara” y yo tendré que responderle
que no, la pura verdad. Sólo ha sido un paseo en autobús y camioneta. Habla
entusiasmado de la belleza de su pueblo. Me da el teléfono de una española que
vive en Madrid y se relaciona de cerca con el tema saharahui.
He
pasado tanto calor como si estuviera en el infierno. Para más masoquismo
llevaba un collarín que me mantenía las cervicales en su sitio y que da una
prestancia a mi cuello que para sí quisiera alguna de esas sílfides que se
pasean por las pasarelas mientras yo daba bote tras bote sobre mi asiento de
cuero rodeada de gentes de tez morena y generalmente bellas, amables; ellas,
casi todas, cubiertas de la cabeza a los pies y sudando mil veces menos que yo y
ellos, casi todos, vestidos como cualquier hijo de vecino, recogiendo mi mirada
alucinada ante esos ojazos profundos, tiernos y pícaros, ese tono de piel
cuanto más al sur más achocolatado (con el vicio que tengo al chocolate) y
esos labios gruesos, bien dibujados, sensuales...
Mauritania
Efectivamente, llegamos a Mauritania. Diez horas de viaje en una camioneta a la que había que echar agua a cada rato nos dejaron en Nouadibou, primera ciudad de Mauritania, tras pasar la frontera en total oscuridad (como tantas otras veces). Solo la linterna de la policía y un cielo bellísimamente estrellado nos dejaban ver algún rasgo que otro en los rostros de la gente, pero como su tez era del color de una noche oscura, poco pude disfrutar. Y digo disfrutar porque los mauritanos tienen unos ojos preciosos y acariciadores y unas pestañas larguísimas. En Nouadibou cenamos en un restaurante de empresarios y, yo creo, de mafiosos (reservados, como los de las películas de cine negro y un camarero negro, inmenso, cuadrado), no había otro abierto a las horas intempestivas en que nos dejó la camioneta sedienta. Al día siguiente nos fuimos a la estación de tren (techado en medio del desierto) con la intención de que el Iron Tren (no es que fuera de hierro es que lo cargaba) nos llevara en doce horas hasta una aldea donde, a su vez, una camioneta que dejaría mis cervicales prácticamente inservibles nos aparcara en Atar, antesala del lugar desde donde escribo ahora: Chinguetti.
Bien,
decía intención de, y eso fue en un principio, porque cuando el tren llegaba ¾las
gentes sentadas sobre equipajes de todo tamaño y condición, prácticamente
casas enteras, más dos o tres cabras¾
el maquinista hizo un gesto con la mano de que no, y que no, vamos, que no paró
y todo el mundo tuvo que volver a sentarse en los equipajes, atar las cabras,
rezar varias veces, comprar linternas, hacer con trozos de carbón fuego en el
que preparar el té hasta que doce horas despúes, a las doce de la noche ¾número
mágico¾
llegó el siguiente. Este paró y la multitud se abalanzó sobre el único vagón
de pasajeros y sobre una especie de caja con unas cuantas aberturas por las que
asomaban rostros curioseando lo que sucedía en el exterior, ya que, se me
olvidaba, el tren venía ya cargado de gente.
Me
acordé de mis habilidades adquiridas en China y empujada por la mano de Alberto
en mi culo (supongo, no estaba yo en ese momento para fijarme lo que sucedía
con mis nalgas), codazo tras codazo y aprovechándome de no llevar velos
ni túnicas, salté por encima de una señora gorda que se estaba
atascando en la portezuela, tiré de su brazo, eso sí, no se debe perder la
educación, y cuando, entre varias manos la dejamos arriba me lancé al pasillo
seguida por Alberto a buscar una litera. Siampre ha habido clases y compramos
litera, pero litera mauritana en
tren mauritano con arena mauritana y ambiente familiar mauritano; muelles bajo
la espalda, polvo entre los dientes y, recuerdo India, bullicio, conversaciones,
paseos por encima de los bártulos y de los otros viajeros,
té compartido. No sé qué sería de las cabras, no las volví a ver.
Chinguietti,
decía. Dunas doradas, pardas, amarillas, rojizas, elegantes. Silencio, el
silencio del desierto en el que no oyes ni las chovas de la montaña. Valles,
piedras azuladas, algún baobab recordando al principito. Paseo de seis horas en
camello hasta un oasis. Los ojos de Makta y su tímido atisbo de sonrisa. Me
gustaba Makta. Descanso de un día completo sin salir del auberge salvo un pequeño
paseo crepuscular.
Mereció
la pena.
Chinguetti
Cambio
de ambiente. Regreso a Atar para allí tomar un taxi colectivo (no hay autobuses
en Mauritania) a Nouakchott. Somos dos bártulos más en la caja de una
camioneta. Encima de todos los bultos que forman el equipaje, seis adultos y dos
niños nos bamboleamos bache tras bache a más de cien por hora a lo largo de la
pista de tierra. El paisaje desaparece entre el polvo, me duele un brazo y tengo
el borde de un bidón bajo el culo, llevo las gafas de sol pero tengo que bajar
la cabeza para evitar el polvo en las lentillas. A Alberto estas situaciones le
llevan a divagaciones sobre la vida y la muerte. A mí también me sucedió en
Pakistán, aquella ocasión en que la camioneta con veintitantas personas apiñadas
de pie en la caja daba brincos por una pista sobre el abismo del río Indo. Hoy
no, hoy soy un ser humano corriente y moliente que tiene miedo y que no sabe a
quien encomendarse para que ningún camello, piedra, bache no calculado se ponga
delante del conductor porque como frene, se acabó. Miraba a mi derecha y
calculaba hasta dónde llegaría mi cuerpo, cómno tendría que intentar caer, y
de vez en cuaqndo decía joder, me cago en diez, agarrándome fuerte al trozo de
barra que sobresalía a mi izquierda y a la red que sujetaba el equipaje, que,
por cierto, iba mucho más seguro que el personal.
Nouakchott
es una ciudad polvorienta y sucia, como todo el país. Tiene un pequeño museo
que muestra un poquito de la historia y modos de vida de la población mauritana,
principalmente de la árabe. Hay buen ambiente en las calles.
Por
la mañana tomamos un taxi para ir au garage de Rosso, la ciudad fronteriza con
Senegal. Un garage en Mauritania es una estación de autobuses en la que estos
han sido sustituidos por automóviles y camionetas cuyos conductores en
ocasiones se organizan para recoger los viuajeros y en otras, como en Nouakchott,
también, pero sin que el viajero lo perciba a causa del griterío entre ellos y
la vehemencia con que se apoderan
del equipaje y empujan al viajero hasta el taxi encajándolo y cerrando la
puerta como si temiera que se le pudiera escapar; una vez que toda la carga está
en su sitio el conduvtor termina de poner a punto lo necesario para emprender
viaje, con toda tranquilidad, mientras los clientes se consumen de calor y echan
chorrros de sudor sobre sus compañeros de infortunio.
Rosso
no sé cómo es, ni siquiera si existe porque, nada más abrir la puerta del
taxi, un montón de mozos se empeñaban inútilmente en llevar mi macuto, así
que caminamos rodeados por la muralla de negritos y negrazos hasta la frontera,
una tapia metálica que cruzamos a través de una portezuela. Delante de
nosotros estaba el río Senegal, ancho, turbio, y en la orilla el ferry y varias
piraguas. Ferry gratis, piraguas 2000 ouguiyas. Optamos por el ferry y cuando
vamos a embarcar el poli nos dice que 2000 ouguiyas señelando los pasaportes.
No había tiempo de discutir, le di las 1700 que nos quedaban y saltamos al
barco que ya cruzaba a Senegal.
El
poli de Mauritania actuaba igual que el de India, el de Alaska, el de Pakistán,
el de Bangla Desh... y seguro que me dejo alguno.
Senegal
Saint Louis es una pequeña ciudad africana con sabor europeo. La colonización francesa la europeizó y el turismo le proporciona un ambiente propio de ciudad costera de verano. Asalto continuo de vendedores de artesanía con hermanos, primos o amigos en Bilbao trabajando en la pesca. La costumbre es hacerte un regalo esperando a continuación un favor de tu parte, en este caso la compra de un producto.
Saint
Louis
Tomamos
un taxi-brouch hacia Dakar. Un accidente en la carretera nos hizo detenernos
durante un buen rato. Un turismo viejo, como la mayoría de los vehículos del
país había chocado contra un autobús, dos de los pasajeros del automóvil habían
muerto. Con una extraordinaria rapidez y capacidad de organización los hombres
organizaron el tráfico, buscaron cuerdas, ataron el minibús y al unísono
levantaron el vehículo, atendieron a los heridos hasta la llegada de la
ambulancia. La velocidad no es grande en las carreteras de Senegal pero los
coches son muy viejos, lo que provoca que los accidentes, aunque pocos, sean
graves. La impresión de poca cosa, de fragilidad persistió en mi ánimo
durante mucho tiempo. De vez en cuando un detalle de la vida cotidiana avisa,
nos recuerda la importancia del presente, de las pequeñas cosas y ¾sin
atisbo de contradicción¾
lo leve e inconsistente de nuestra existencia.
No
conozco una ciudad tan ruidosa, con un tráfico tan enloquecedor y un grado de
contaminación tan alto como Dakar. Ni siquiera habiendo conseguido una habitación
fresca, con terraza, cómoda después del polvo, la suciedad, la oscuridad de
los días posteriores a Chingetti nos invita a permanecer en ella.
Para
ir en tren a Bamako tendríamos que esperar dos días más en Dakar, optamos por
un día y medio en un autobús que nos viene al pelo para dejar la ciudad después
de haber paseado por la isla de Goré: turismo a tope, casa de esclavos cuya
desnudez me habría impresionado mucho más sin guía ni explicaciones y un
pequeño museo dedicado a la mujer de Senegal. Y Macumba, menuda, charlatana,
trabajándose al posible comprador con simpatía y empeño incansable. Macumba
que “ya es muy mayor”, 26 años, que no se casa, dice, porque los hombres
prefieren las mujeres altas y con culos grandes y porque si lo hace ya no podrá
salir sola ni con las amigas.
Un
hombre nos alcanza cuando vamos a comprar los billetes del autobús. Tiene buen
aspecto, va vestido con una túnica blanca, impecable y será el causante del
paso de 20000 cefas del bolsillo de Alberto al suyo y el motivo de un poema
lleno de humor que el timado escribirá por la noche; en ocasiones las musas no
nos visitan gratuitamente.
Debíamos
estar a las cuatro de la tarde en la estación de autobuses. Un empleado de la
agencia donde compramos los billetes (un chiringuito diminuto entre los puestos
del mercado) nos lleva hasta ella junto a otros viajeros. Entrega de billetes,
numeración del equipaje... pienso que no podemos tardar mucho en partir ¿me
dará tiempo a comprar una botella de agua? Ilusa de mí, parece mentira que está
tan viajada como parece. Alberto permanece bajo una solanera senegalesa a lado
del autobús, dudando si debe esperar, o recordar al mozo que nuestros macutos
están ahí, perdidos entre cajas, sacos, una nevera, una silla y otros objetos
voluminosos o de forma poco adecuada para ser ubicados facilmente. Son más de
las cinco. El autobús está abierto, dejo la toalla y un par de libros para
reservar los asientos. Comienzan a subir los bultos a la baca, el sol da de
plano, me mareo y debo buscar una sombra cerca. El equipaje se resiste a ser
colocado. Los muchachos que se encargan de ello dudan, cambian de sitio unas
cajas, mejor la silla al final, no porque la nevera es más fácil que viaje en
la orilla, a ver el caldero cómo lo sujetamos, alcanza esas gomas, se han
enganchado en la portezuela de abajo, baja, desengancha, vuelve a subir, una
mujer grita en un idioma que no entiendo, su maleta, ahí no, más en el centro,
es preciso mover todo de nuevo porque faltaban unos sacos que no pueden ir
encima de todo. Mientras, el encargado del bus sube y recoge todos los objetos
dejados sobre los asientos y los baja, no se puede hacer, “ellos llaman”.
Recupero los los libros y la toalla. Aproximadamente las seis y media. Llega el
momento de atar todo. De nuevo las dudas sobre cómo aprovechar los trozos de
lona y las cuerdas y gomas para que todo vaya lo mejor posible, buena intención
no les falta. La gente comienza asubir al autobús, hacemos lo mismo y
conseguimos unos asientos en el centro. Minutos después el copiloto vuelve a
subir: “descendez, descendez, appelle, madame, appelle”. Obedecemosw pero
poco después, como escolares, a hurtadillas, mientras los mozos se pelean con
las lonas, la silla y el caldero, primero uno, después dos o tres, a continuación
otros atrevidos más, subimos de nuevo y nos sentamos. El encargado, enfadado,
quiere que bajemos, pero la resistencia, no exenta de humor de los viajeros, le
obliga a aceptar los hechos consumados y a anotar en una lista el asiento que
ocupamos cada uno, es la misma lista en la que anteriormente otro has escrito
los nombres, otro el destino, otro más los números de los equipajes y la
cantidad de bultos de cada uno. Cuando todo parece estar listo, se oye el primer
montez, montez del viaje. Todos estamos preparados para que el autobús arranque
y, por fin, salgamos de Dakar. Pero no, inocente inocente... es el momento de
llenar de agua el radiador. Ya, hacia las ocho el conductor sube y arranca el
vehículo, avanza unos metros y se detiene en una gasolinera cercana para llenar
el depósito. Volvemos a la estación, parece que hay problemas de exceso de
equipaje, vuelta a desatar, retirar las lonas, es preciso, al menos, colocarlo
de otra forma en la que el peso se reparta más equitativamente.
El
autobús finalmente comienza a formar parte de la inmensa caravana de salida de
Dakar. Son cerca de las nueve de la noche.
El
recorrido hasta la frontera con Mali alterna el asfalto con las pistas de tierra,
cenamos un par de huevos cocidos, una manzana y un paquete de galletas. Al día
siguiente a primera hora de la tarde cruzaremos la frontera. Unos minutos para
salir de Senegal. No será lo mismo para entrar en Mali.
Mali
Me gusta este país. A pesar de su sistema (por llamarlo de alguna manera) de transporte. Me gusta su alegría, sus colores, sus mujeres, su música, su ritmo. Gracias a ello me digo que volveré a África.
Horas para entrar en Mali. Atardece mientras más de setenta personas esperamos sentados en la carretera a que un oficial de aduanas, típicamente tieso, ceñudo, arisco decida si cobra 10000 francos a dos nigerianas que viajan en el autobús; cuando parece que el juego se acaba y vamos a poder salir, ve cómo Alberto fotografía a alguno de los pacientes viajeros. Le manda llamar, Alberto tarda y me imagino lo que está sucediendo, me acerco al edificio policial y justo, el oficial se niega a devolver la cámara. El copiloto, que ya ha intercedido en el asunto de las nigerianas, va detrás de Alberto que a su vez sigue al oficial cámara en mano, confirmando en su idioma que ésta es digital, que no tiene película, que puede ver las fotos. Por fin Alberto con una paciencia propia de su profesión muestra una a una todas las fotos almacenadas en la tarjeta. Alrededor de los tres personajes principales se forma un grupo de espectadores ante los cuales aparecen los rostros de Sandra, la nena del bus, de Macumba, la camiseta con la imagen de Bin Laden que llevaba un chaval senegalés, los paisajes de la sabana, la negra piel de una mujer vestida de amarillo y yo. El oficial ha perdido la posibilidad de tener una digital reflex, demasiada gente viendo las peligrosas fotos tomadas cerca de la frontera.
Anochece, partimos, el autobús se bambolea y da brincos sorteando hondonadas, más que baches, y dando rodeos porque la pista está cortada en varios puntos. No muchos kilómetros después la carretera, ya asfaltada, está cortada por la policía. No se puede circular después de las ocho de la noche. En esta ocasión la diplomacia del copiloto no da resultado y pasamos la noche sobre la tierra, bajo las estrellas. Unas galletas, un par de plátanos y alguna mazorca de maíz constituyen la comida del día. El apetito comienza a disminuir al mismo tiempo que la variedad de alimentos.
Al amanecer nos ponemos de nuevo en marcha. A media mañana llegamos a Kayes, una de las ciudades malienses. El desayuno que encontramos es café con leche condensada y un trozo de pan, como cuando éramos pequeños. Pasamos la mañana esperando a que reparen el autobús, el ambiente nos deprime, es el día en que percibimos con más fuerza la pobreza, la ignorancia, la miseria, la suciedad. Kayes es una de las principales ciudades de Mali. Debo cagar detrás de un camión; una mujer pasa con un niño casi recién nacido a la espalda, su cabecita se tambalea de un lado a otro o cae cogando del cuello por encima de la tela que le sujeta el cuerpo, estamos muy cansados, física y anímicamente. Somos puro polvo y sudor. La pobreza de Bolivia, la ignorancia de la zona rural del Tibet, la corrupción de Pakistán, la suciedad de Guatemala, la pobreza de Calcuta se han unido en Kayes y nuestra sensación de estar viajados, muy viajados nos desazona y por primera vez en el viaje nos planteamos la posibilidad de no llegar a Níger.
Hace calor, mucho calor, y en este país los viajeros de un autobús deben subir (montez, montez) antes de que se terminen de cargar los bultos, o de hacer las revisiones pertinentes. Estaamos obligados a achicharrarnos como borregos camino del matadero. Nuevas paradas por motivos de control, avería, paradas a mear o a comprar el par de huevos, las mazorcas y los plátanos. Los bidones que cortan la carretera en los controles policiales aparecen otra vez, una nueva noche bajo las estrellas. En esta ocasión nos acompaña un café con leche y la charla de tres viajeros de Gambia, instruidos y curiosos. Hemos comprado unas esterillas y podemos descansar, mucho mejor que en un hotel.
Llegamos a Bamako al mediodía. En la calle nos despedimos de Sandra a la que han venido a buscar sus padres, de Dabar que nos regala una foto en la que su esposa reclina la cabeza sobre el hombro de él como en una postal de San Valentín y al que habrá que enviar una carta de invitación desde España para que pueda entrar en el país, del rapero que viaja hasta Brazza a bucar trabajo, de los gambianos... las nigerianas que alborotaban tanto han desaparecido.
Día y medio de autobús se convirtieron en tres.
El minibus para ir a Kolukoro es una pequeña camioneta sin cristales. El polvo se mete en cualquier minúsculo hoyo de la piel, no puedo ir sin gafas y la nariz se mantiene taponada durante todo el día. Nunca me ha sido tan útil mi pañuelo de viaje como en África. Es de noche cuando llegamos al puerto, decidimos coger una cabina para ocho personas, lo más barato si exceptuamos cubierta que no incluye comida. Nuestro apetito sigue disminuyendo, hemos comido arroz con unos trozos de carne y cenamos espaguetis con unos trozos de carne. Lo que no sabemos es que el menú de los cuatro días de barco será arroz con unos poco trozos de carne, que habremos de tomar con los dedos, como acostumbran ellos; la comida a los viajeros de tercera clase nos la llevan a la cabina, en primera y segunda hay restaurante.
Subimos a cubierta, hay un bar, cuando el barco zarpa entramos, somos los únicos clientes, estamos terriblemente sucios. Nos turnamos en la ducha y nos regalamos un café con leche y un whisky.
La cabina es un antro, dormimos en cubierta, por la mañana me ha desaparecido un paquete de tabaco y el champú, en esos momentos estamos muy negativos, el cansancio y la debilidad física nos empujan a ver solamente lo desagradable. Tendrán que pasar un par de jornadas para que comencemos a disfrutar de la belleza del Níger, de la alegría y el ritmo de esta gente que tiene la música dentro del cuerpo y del abigarramiento de colores, sonrisas y voces de los puertos donde el barco iba dejendo o recogiendo pasajeros y todo tipo de mercancías: sandías, plátanos, armarios, sacos de arroz, menaje, mesas... En el piso bajo las mujeres que viajan en cubierta preparan la comida en pequeñas cocinillas de carbón. Se oyen conversaciones por todas partes, este es un pueblo danzón, risueño y charlatán.
Timbuctú: calles de arena que cubre los cimientos de las casas, colores pardos, edificios que conservan residuos de nobleza. El museo etnológico es una delicia, chiquitito, como me gustan a mí los museos, lleno de cachibaches dispuestos sobre la arena... La casa de Barth, esos sí que echaban huevos al asunto, y yo me quejo de la comida o de los autobuses. Conversación interesante y agradable con Carmen, coordina el trabajo de la Cruz Roja en Mauritania, ahora en Tombuctú en un proyecto de alimentación y desarrollo. Nos reponemos, comemos mejor y descansamos en una agradable habitación, pero la suerte está echada, volvemos a Madrid después de visitar Mopti y Djenèe.
El trayecto de Tombuctú a Mopti es el más hermoso del viaje, la primera parte discurre por una pista en medio del desierto. Los colores no son los esperados, a los ocres propios del desierto se une una gama de verdes distribuidos en manchas que tapizan el suelo de tanto en tanto. A partir de Doutza el paisaje sigue siendo bello a pesar del asfalto.
A la mañana siguiente, cuando vamos a ir a Djenèe se desata un vendaval y comienza a llover con fuerza. Vamos a la estación y compramos los billetes, una hora después sólo una persona ha subido al autobús, está claro que nadie quiere ir a Djenèe ese día. Alberto propone marchar a Bamako y a las diez cogemos un autobús en el que se repiten todos los males del transporte de este país. Los pequeños pueblos se van sucediendo detrás de mi ventana, mujeres moliendo el grano, muchachas y niñas vendiendo lo que tienen: unas mazorcas, unas rodajas de papaya, pastelitos o simplemente agua. Un niño tira de un palo al que va agarrado un joven ciego. Hay muchos niños en este país que tienen cara de adultos, les veo tras el cristal, recuerdo la niña de la que me habló Carmen: trece años, embarazada, tercera mujer de un hombre mayor. Miro al niño lazarillo y se me saltan las lágrimas.
En Bamako compramos un ventilador, un aparato sencillo sin lámpara y sin la parafernalia de los que suelen vender en España y unos pantalones para Alberto; cinco hombres le acompañan hasta un rincón donde, sobre unos restos de saco, se los prueba, un sastre que cose unos metros más allá se los arregla y un muchacho intenta, sin éxito venderle un cinturón. Trabajo completo.
El viaje termina. Ha sido corto, tengo ganas de estar en casa pero si, después de descansar unos días, nos hubiéramos planteado la posibilidad de continuar también me habría gustado. Por un momento me surgió en Mopti la posibilidad de seguir un tiempo sola pero Níger es demasiado duro.
Victoria vic_hz@yahoo.es