CANAIMA
Venezuela
2002
di Alberto
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DÍA PRIMERO
Una ligera tiritona encima es el resultado de dos horas de navegar río arriba bajo la tormenta. El lugar, un campamento en algún indeterminado rincón de la selva, a donde llegamos ya con la noche cerrada. La imagen de los tepuyes en negro sobre la niebla azul rasgando el contorno de las laderas, en medio de la lluvia, la embarcación abriendo un violento surco de espuma, algunos relámpagos abriéndose en los costados oscuros de las montañas, es una imagen para las páginas más nobles del álbum de los recuerdos. Un punto culminante hoy en este viaje americano.
Primero fueron cuatro horas y media de “Cristo viene ya”, una estrecha carretera con la leyenda del advenimiento de Cristo cada pocos kilómetros, en artísticos carteles de tonos azulados. En esta parte del país en donde no es fácil encontrar un libro, observo durante una parada de las de hacer pis a un vendedor de anacardos, mil bolívares la bolsita, leyendo ensimismado una lujosa Biblia de broche metálico encuadernada en cuero. El negocio se atendía solo, el hombre joven leía concentrado. En tiempos como los nuestros Jesús habría optado por planear en el aire del Parque Nacional de Canaima en lugar de pasearse por la superficie del lago Tiberiades. Habría sido una muy buena razón la belleza de estos lugares, aunque no estoy muy seguro que el Evangelio soporte una sola razón estética.
La pequeña avioneta que nos lleva la han estibado con sandías, dos centenares de gruesas y alargadas sandías hacen de contrapeso a los cuatro pasajeros que volamos esta mañana. ¡Demonios cómo se movía el aparato! ¿No recordáis cómo se hace el avión para que el nené de turno se coma la papilla? Pues así y con las tripas mirando con un ojo a los menadros achocolatados y con el otro pendiente de la cordura del piloto que hace subir y bajar a este trasto rozando demasiado de cerca para nuestro gusto la superficie plana de un tepui. Los árboles aparecen como repollos sobresaliendo de una inmensa caja de mercado. Sí, ahora de noche, en el campamento, que conozco al piloto y nos dan referencias, alias el Caimán, de apellido Madriz, hubiera conocido su historial, no habría volado tan tranquilo pese a los abrazos con que nos recibió; vuelo demasiado agitado para m i estómago poco habituado a los sustos de la montaña rusa.
La avioneta aterrizó sin novedad en Canaima, no sin antes sobrevolar la laguna que enmarca la famosa colección de sus grandes cascadas.
Nuestro guía, Cristian, extravertido a tope, amante sin condiciones de estos parajes, de todos los hombres que exploraron durante años las montañas de Canaima. Antes de pegar la hebra frente a un increíble arco iris que nacía en la oscuridad aceitunada del río como un puente de juguete, poniendo su otro pie en un prominente tepui, habíamos atravesado la cascada del Sapo a pie, bajo una impresionante cortina de agua. Hay momentos en que no se ve; en que el agua te tira; el fragor es ensordecedor; en algún instante el agua llega a la cintura mientras se aguantan los embates del agua agarrados a una pasarela de cuerda que se sigue a tientas. Aquello imponía.
La embarcación remonta un peligroso rápido liberada de los pasajeros; dentro va nuestro equipaje, me acuerdo tarde del dinero y la documentación que no tuve la precaución de rescatar del macuto. Mientras tanto un camino color canela entreverado de vainilla y chocolate, sigue la orilla arraudalada del río. Esperemos que no haya que buscar el pasaporte en el légamo de los meandros.
Sobre el río el cielo se ha cerrado y ha convertido las grandes montañas del fondo en un lóbrego paisaje donde alumbran los flashes de la tormenta. En el lado opuesto, la sabana, el campo abierto, se estrella contra dos tepuyes de paredes rigurosamente verticales. Presiento que me he quedado corto con mi provisión de diapositivas: los meandros, las coliflores de los árboles desde el aire, las masas de agua desplomándose, el arco iris como un raudal de luz naciendo del lecho del río. Hago unas tomas de una de las columnas del arco volando sobre un suelo de rocas y arenas de suave café con leche; después me subo a la embarcación. Comienza a llover, es divertido, sólo llevamos el pantalón corto y el chaleco salvavidas. Sin embargo río arriba el aire se pone pastoso y como de brea. Desde la proa se suman los raudales que escinde la quilla en forma de cortina de agua que terminan cayéndonos encima empuja dos por el viento.
Apenas deja de llover. Las aguas se han vuelto inquietas con la tormenta; hacia el sur aparece el perfil de nuevas montañas cortadas a tajo sobre la profundidad del río; ancladas más allá de la oscuridad, sobresalen entre los panes de niebla que se agarran a las paredes negras próximas. Los azules se apagaron tras la cortina de agua y ahora son pura gama de grises con una línea clara que flota en el río reflejados por los huecos de luz que se abrieron como un boquete hacia el horizonte. Mientras tanto la temperatura desciende, acabo un carrete de diapositivas, miro resignado al frente, tomo algunas fotografías en blanco y negro; llueve y no me atrevo a echar mano a otro carrete de color. Cristian, nuestro guía, que ha empezado a comprenderme para en algún momento la embarcación para facilitarme la tarea de algunas tomas. Terminamos haciendo cabriolas para poner un nuevo carre te. El perfil del barque ro, sentado sobre la proa, deja una sombra sellada bellamente contra los reflejos simétricos que bailan arriba y debajo de la línea de los árboles. Muy poca luz, pero pruebo, coloco las sombras próximas contra el fondo despejado, junto a las montañas, las compongo de manera que sus formas emerjan como contrapeso de la silueta que se sostiene erguida en la proa.
La cortina de agua describe un arco a la altura de mis ojos. Hace frío. El entorno es impresionante, coincidencia plena de un momento de excepción convocado por los juegos de la tormenta, el motor rompiendo la calma del río, la noche cada vez más noche. Parece increíble estar aquí, en el medio de esta cosa compleja y bella, fría, confiados ciegamente en un motor que siga dando vueltas, confiando en que en algún recodo el río, de la noche, aparecerán las luces de un campamento, una playa, algo que rompa la duda de que no estamos a merced del río, de la oscuridad, de la selva.
Una ráfaga de agua se nos cuela como un bofetón por encima de la borda. Con noche cerrada, en algún momento la embarcación gira a estribor y se adentra por un río menor, el Aonda; pocos metros más allá, las luces del campamento aparecen diseminadas entre los árboles de la orilla.
La tertulia se prolonga por mucho tiempo después de la cena. Cristian diserta en inglés delante de su grupo sobre el programa para el día siguiente; lo hace con manos, ojos, cabeza, con el cuerpo entero; se encuentra en su salsa, el rey del mambo. Al rato hace un apartado con nosotros y, aunque le decimos que sí hemos entendido, inicia una nueva charla (socorro!) que poco a poco va subiendo de tono y se ramifica fuera del tema que le ha traído a conversar con nosotros. Es incapaz de estarse quieto (parece Mario), subraya las palabras, les pone una tilde de metro y medio de ancho. Todo es extraordinario en sus relatos: un ermitaño lituano de los años cuarenta, que vivió sólo aquí y que él conoció de niño; un topógrafo alemán que midió el tepui que corona el centro de Canaima (setecientos cincuenta kilómetros cuadrados), también solo; algún piloto que se tiraba desde el borde s uperior de la casaca del Angel y remontaba el vuelo a unos pocos metros del suelo; un duelo entre un piloto de helicóptero y un paracaidista que se rifaban a ver quien era capaz de descender más rápido, uno con el motor apagado y el otro con el paracaídas recogido. Cosas así. Hay que decir que entre historia e historia se llena un medio de whisky con hielo. Llega a formar un discreto corro, sigue indefinidamente metiendo su imaginación en la maquinaria de sus palabras. Me mira de continuo. Habíamos intercambiado algunos puntos de vista sobre escalada e historias relacionadas con la filosofía de la aventura al principio de la tarde y parece haberse encontrado con un interlocutor que sabe que le va a comprender. No me suelta. No llega a terminar los temas, el whisky tiene una parte de responsabilidad en esta facundia intempestiva.
En algún momento logro evadirme de la conversación. Cristian cambia de audiencia, se va a jugar al dominó con un grupo cercano. Yo me ocupo de estas líneas. Me traen una vela. En la mesa de al lado se oye ininterrumpidamente la voz de nuestro guía y el golpeteo desmesurado de las fichas de dominó contra la mesa.
DIA SEGUNDO
La cascada del Angel quedó ya atrás. Una peregrinación de dos días que terminó bajo los mil metros de cascada después de una buena caminata que tuvo su momento más bello en la travesía y ascensión de la selva que crece a los pies del salto de agua. Una humedad relativa que se acerca al punto de saturación facilita que crezca una exuberante vegetación que acabó con mis provisiones de película; esos líquenes que no me canso de fotografiar y que aquí muestra una variedad de tonos increíbles bajo la luz suave de la niebla matinal. Las aguas, bajo el efecto de la descomposición vegetal, llevan en suspensión una sustancia, tanino se llama, que le da un bello aspecto de jarabe anaranjado; el suelo, donde no es un laberinto de raíces, forma una espesa alfombra de hojas que produce el efecto de estar andando encima de varios colchones de gomaespuma. El bosque chorrea humedad, los verdes son encendidos, l ujuriosos. Los cientos de metros cúbicos de agua que se desploman forman sucesiones de cortinas que caen armoniosas solapándose unas a otras y jugando sus encajes con la niebla y con el fondo negro de la roca, descienden increíblemente lentas, el agua se dispersa cientos de metros más allá de la vertical formando un diluvio que riega permanentemente el bosque. Toda la selva inmediata parece formar parte de esta cascada gigantesca, la masa principal de agua se derrumba envuelta en hilachos de niebla. La vista es fantástica. Los turistas somos una panda de extraños en este paisaje grandioso, jugamos sin penetrar el momento, nos hacemos fotos, nosotros y la cascada, nosotros y el letrero donde se la nombra. Hay algo infantil que ronda en los visitantes frente al famoso espectáculo: el documento notarial, el certificado de yo estuve allí.
Cuando regresamos junto a la embarcación, el pollo a la hoguera está en su punto. Después será descender el río a un velocidad que pone a prueba los nervios cuando atravesamos los rápidos. Todo el recorrido está rodeado de selva impenetrable sobre la que se yerguen montañas y paredes espectaculares. En el campamento llueve, la torrencial lluvia de la tarde cae visto y no visto con violencia sobre los tejados de zinc.
Se acabó la crónica de hoy. Me voy con César Vallejo, o quizás con Alejo Carpentier, mis dos acompañantes de esta excursión.
La gente del campamento ha sustituido hoy el whisky por la guitarra. El resultado es óptimo, las voces de los venezolanos se mezclan con los ruidos que vienen de la selva. Me recuerda el ambiente de los refugios italianos allá por los años setenta.
DIA TERCERO
Se hizo de noche,
terminé un poema de Vallejo:
no sé qué hacer.
Un mono juguetón nos robó los deportivos,
pero ahora el juego acabó y...
ya mi cuerpo no tiene deseos.
Esta tarde durmió junto a la playa
y escuchó a Bach
mientras miraba cómo las cascadas de Camaima
pintaban en el aire bellos arco iris.
Ahora, subido a horcajadas sobre el pretil de una terraza,
ensaya hacer algo
porque hoy no es día de hacer nada;
presente continuo en frecuencia de espera.
Echo cuentas: dos meses y medios que salimos de casa;
entre la pasada semana y ésta
ha transcurrido mucho tiempo,
un pedazo de los Andes y un trozo de selva.
Ahora, la otra selva, la grande,
la que baja hasta Manaus y sube hacia el Pacífico,
se hizo enorme.
Los ríos de América son lentos,
no están hechos para nuestras prisas de occidentales,
navegar las aguas rojas, éstas del río Carrao,
las aguas marrones y calmosas,
aquellas que hienden por medio el país de más al sur,
se mide por un tiempo que no es el nuestro.
Ni perdidos en la selva deja de oírse el metrónomo:
tic tac tic tac
(las notas tienen su tic tac
los deseos tienen su tic tac
tic tac tic tac.
El viajero tiene su tic tac
el Amazonas es largo y tiene mucho agua
tic tac.
Mi vida no es un río
ni la muerte es un mar,
tic tac tic tac
la muerte no es el mar)
Sí, tarde sin deseos
mirada liviana
tarde profana, huérfana.
“Nunca, sino ahora, supe que existía
el canto cordial de la distancia”
La necesidad del metrónomo y la distancia:
del calor y el frío,
del tiempo lento de los ríos,
lentos porque hay rápidos,
silenciosos porque un estruendo recorre palpitando
el corazón del agua.
La síntesis de los contrarios:
la sangre del tiempo
fluyendo en la calma mayestática del río dormido,
la quilla abriendo en canal
el espejo sólido en que se miran
las nubes y los árboles.
El misterio de los caminos extraviados:
Los deseos, mariposas locas
revoloteando sobre una zapatilla color fosforito
(it’s the colour, sais the japanees).
El color de unos ojos,
La sonrisa de mi sobrina Alicia
el día que hizo su primera comunión,
que hoy vi en la cara de una niña indígena.
Tarde sin deseos ni especiales percepciones
Rasca que te rasca (mosquitos mierderos)
rasca que te rasca
de noche estrellada,
de espera.
I’m waiting for...
I don’t know what
I’m waiting, nothing more.
Aspetare.
Forse questa notte...
quizás en el agradable balanceo de la hamaca,
cuando llegue el silencio
y la noche y yo podamos hablar de tú
como amigos en la intimidad.
Quizás.
DIA CUARTO
“Si estaba ahí era por alcanzar el entendimiento de lo grande” (Alejo Carpentier, El acoso)
La necesidad de lo grande, de lo hermoso corre por las fibras del ser como una corriente encantada que fuera capaz de sacarnos con su llamada de los ciclos de lasa cotidianidad. Cada vez queda menos espacio para lo extraordinario, que se diluyó poco a poco en los caminos de la infancia y juventud; el mundo se estandariza necesariamente y la compañía de la seguridad que aprendimos a llevar a todas partes como condición sine qua non, mediatiza nuestros movimientos; también el mundo se organiza, varios millones de livingstons y stanleys recorriendo cada día el mundo de un lado para otro termina por disolver el halo mágico del misterio, la aventura se expende en sucedáneos que son a punto la justa servidumbre de nuestro arrogante dominio del mundo: aventura enlatada y descafeinada para todo aquel que disponga de unos pocos dólares.
Sigue, no obstante, vigente la cita de Carpentier, el entendimiento de lo grande, si somos capaces de no banalizarlo, puede rondar tanto en las notas de una sinfonía como en el canto del anchuroso río que se deslizaba bajo la lluvia quedo y como de plata en la noche del principio de esta aventura; si somos capaces de meter nuestra carne en la carne de la naturaleza, de la selva; si somos capaces de ver, de oír, de aislarnos en los embates y el fragor del interior de la cascada del Sapo, del turismo organizado; capaces de limpiar nuestros oídos y nuestra mirada, de acercarnos al estado de gracia que exigen los ríos, las selvas, las montañas, los desiertos, para entregarnos al secreto misterio de la naturaleza. Amada por demás que no se entrega como ramera al precio de unos dólares, sino en el amoroso forcejeo de una ternura y una sensualidad sin paliativos.
QUINTO DIA
Mañana de bus. Tras varios días de agua y aire, volvemos a rodar por la tierra. Sólo falta el fuego, el espíritu que activa las otras energías primarias. Lo que está en potencia en nosotros, lo que dormita en nuestro interior, de la misma manera que lo hace el fuego en la médula de un leño, parece que estuviera aguardando allí el momento de transformarse en espíritu del aire (¿es acaso Ariel, el personaje de La Tormenta, de Shakespeare?).
Nos falta el fuego, pero el fuego, como elan, como naturaleza sutil de las
cosas, debe ser cosa de uno, no del paisaje, ni del viaje. Quizás pueda
ponérsele en el mismo plano que ese otro concepto que ya apareció en otros
correos anteriores: gracia, estado de gracia; fuego, disposición anímica para
acercarse a la realidad y penetrarla, interpretarla al calor de un empuje
interior sensibilizado. Horas de fuego igual que hay horas de tedio y hastío,
periodos de sequedad, jornadas de indiferencia y abulia.
Alberto